jueves, 1 de mayo de 2008

De cómo Mario Humberto visualizó el final de sus días como paciente psiquiátrico

Ese día, Mario Humberto, con su nombre de telenovela y todo lo que se había creído del mundo, decidió tirar a la basura su valor. Así, como si nada hubiese pasado, concibió el magnífico ideal de aceptar su suerte, de rendirse ante la evidencia que surgía hasta de entre el suelo y las piedras. Gotas engarzadas con suciedad de tierra vieja. Se sentía tan limpio de conciencia ante el augurio de los signos que él mismo se había inventado que ahora simplemente todo era cuestión de esperar. No más salir al encuentro de insólitos inicios para su siempre comenzante historia.

Mario Humberto nunca salía del origen. Tenía las agallas que nadie tenía para deshacerse de todo aquello que no fuera necesario para su evolución constante, pero por alguna razón que hasta hoy había dejado de empeñarse en buscar, siempre estaba en el principio. Siempre se daba cuenta de que su vida iba en la dirección equivocada y siempre decidía volver a empezar. Como la vez que se fue a vivir a Chicago sin más dinero que el que llevaba en sus bolsillos. O cuando tomó aquel tren que le llevó hasta Tierra del Fuego nada más tomando fotografías para hacerse de un sustento. Justo hacía dos segundos había estado recordando el interminante amorío en el que se vio envuelto debajo de sábanas rojas en una casa abandonada que nadie visitaba más que su amante, la del bolso perdido.

Mario Humberto era un experto en inventarse vidas nuevas, en creérselas y dominar cada parte de las elucubraciones que maquinaba. Era un experto del disfraz, un mendigo del amor y un traficante de ensueños confundidos con anhelos. No había podido aniquilarse, sin embargo, a sí mismo. Eternos desvaríos lo atormentaban. Episodios esquizofrénicos lo zarandeaban con visiones de su padre y su madre felices recorriendo todos los desiertos del planisferio menos el que él solo no podía llenar dentro de su propia casa.

Por eso fue que huyó. Sin dinero. Sin propiedades. Sin malicia. Sin herramientas. Sin cualquier cosa. Sin sueños y sin plan.

Pero hoy era un día diferente. Sería un amanecer completamente inédito. No sería el mismo día repetido de todos los días. Era uno donde él mismo decidiría de qué lado saldría el sol. Es más: por hoy el sol saldría desde arriba. Serían las doce del mediodía desde el amanecer. El sol simplemente se acercaría desde el punto más lejano del infinito convirtiéndose de estrella titilante a sol proveedor de vida y luminosidad. Mario Humberto se dio cuenta de que podía alterar el orden de las cosas con únicamente pensarlo. Necesitaba agua sobre su cuerpo para hacerlo realidad, pero ya se la agenciaría cuando pudiera desembarazarse de las ataduras que lo tenían tergiversado en diametrales nudos sobre esta mesa de cirugía. Malditos doctores, pensó. Me abrirán el cerebro para extirpar mis pensamientos y mis epifanías sin sueños y sin planes. Me quitarán mi habilidad de volar, de ser papelitos de colores que se mezclan con el viento, de morir en franca sintonía con la nada. ¿Por qué? Se preguntaba. ¿Por qué me quieren quitar todo esto que no he sido? ¿Por qué justamente hoy que he decidido valerme de mí mismo para residir en una casa con sentido humano propio? ¿Por qué me quieren forzar a hacer lo que ya decidí que voy a hacer?

Ese día, Mario Humberto, con su nombre de telenovela y sin volver a pensar en todas las cosas que él mismo ya no volvería a hacer, desechó sus talentos para ser feliz y simplemente se dejó llevar por un río que nunca había navegado pero que era el más cómodo arrullo que había escuchado en su vida. Era algo que lo devanaba en un mar de medianía. Malsana y envejecedora mediocridad.

1 comentario:

Sandra Becerril dijo...

Me encanta tu sinceridad en tu cuaderno de notas... tus letras fluyen mucho mejor...

La antología? En unas semanas...

besos y excelente semana!