sábado, 10 de mayo de 2008

De cómo Ariadna aceptó al fin que las brujas existen

¿Cuáles pinches brujas? Pensó cuando vio el subject del mail que le enviara Daniela. La bruja serás tú, le dijo a Daniela desde aquí en México hasta el límite oeste del centro de la capital de Nueva Zelanda. Ella aquí con el pudor que sólo la soledad sin su mejor amiga en vacaciones le acarreaba, y Daniela allá en el paraíso regodeándose de poder enviar correos estúpidos.

Había un muchacho que la había estado viendo desde hacía rato, sentado a dos mesas de ella. El tipo platicaba, sonreía y reía con un compañero de él cuyo rostro no había visto. El cruce de un vistazo suyo con la definitiva contemplación de él la turbó en un principio, pero después le vino extrañamente encima como la mirada fija de un amante en patente insanidad contenida, de tal manera que, al poco rato, se supo a sí misma echándole uno que otro vistazo por encima de la pantalla de su laptop.

El correo de Daniela era una cadena como cualquier otra. Mal redactada y llena de lugares ahora comunes de tan recurridos en el internet. Todo se le antojó molesto y falto de coherencia para con el grado de amistad que ella y Daniela habían logrado cultivar. Fue de hecho pensando en ello por lo cual decidió leerlo todo.

Daba una leída por acá y después levantaba la mirada. Él ya no la veía, pero su lenguaje corporal era demasiado obvio. Había abierto sus piernas para que ella pudiera ver más hacia dentro de su bermuda jamaicana. Rubio. Impresionantes ojos verde acuoso. Sus cabellos parecían guardar un balance perfecto con el orden a pesar de que daban la impresión de no haber sido siquiera enjuagados por un par de días. Estaba rasurado sin embargo.

De repente, él correspondía a sus miradas ahora menos disimuladas y ella, atrabancadamente, volvía la mirada al mail de la brujería. Pide un deseo, alcanzó a leer mientras bajaba el apuntador. Tienes diez segundos. Lo más risible de todo era que la gran mayoría de esos estúpidos correos en cadena tenían incluso un conteo desde el 10 hasta el 1 para que uno se concentrara en lo que pidiese.

Cuando iba en el 3, se dio cuenta de que había dejado de mirarlo y de que realmente había formulado un deseo. Se detuvo. Subió el cursor hasta el número diez y volvió a enunciar su apetito para ella misma ser capaz de creer lo que acababa de decirse: "Quiero que ese chavo se pare de su lugar, venga hacia mí, me invite al baño más cercano del mall y, una vez dentro, me viole de una manera tal que nunca se me olvide y que me haga desear volver a vivir un momento así por el resto de mi vida." Con violación, más bien tuvo en su mente la imagen de un portentoso monstruo que entraba y salía por su vagina de una manera violenta y rapaz, sin embargo, en perfecta armonía y comunión con la lujuria que ella misma traía metida cual espíritu que posee un cuerpo. Lo tuvo en su mente tan clara y tan vívidamente que sintió cómo su pubis comenzaba a erizarse en franca espera agónica. Su ensoñación fue tan diáfana que por un momento se vio a sí misma teniendo un orgasmo a gritos y dentelladas enrojecidas por la sangre de la espalda de él.

Volteó nuevamente a donde él estaba y sus miradas se hicieron el amor por un segundo que se volvió décimas de eternidades. Nuevamente volteó a su pantalla porque no tenía a dónde más mirar: "envía este mail a diez personas y tu deseo será cumplido en menos de diez minutos". "No mames" pensó ella "por que me coja este cabrón de esa manera, se lo mando hasta a mi madre con todo y mi deseo transcrito". Escogió los contactos de su lista -las mejores amigas suyas y de Daniela- y lo envió con una explicación febril: "normalmente no creo en estas mamadas, pero estoy viendo al wey que va a hacer mi deseo realidad al otro lado del Starbucks". Diez minutos, se dijo a sí misma. En diez minutos verás de dónde vienen las mujeres más verdaderamente cachondas, le dijo a él entre dientes. Se mordió el labio inferior con un dejo de sensualidad que era únicamente para él.

Cuando acabó su gesto, volteó hacia donde su deseo se hacía realidad para ver cómo contestaba su celular que sonaba con 400 years de Bob Marley and the Wailers: "¿Amor mío?", dijo él. Ojos radiantes de felicidad se habían tornado azul turquesa. Una belleza intrigantemente decepcionante. "¿Dónde estás? ¿Aquí afuera? Allá voy corazón de mi vida..." Se paró de un brinco y se fue sin siquiera decirle a su amigo ahorita vengo o algo así. Disparado, erguido, hermoso, en búsqueda de aquello único que le hacía despertar tal como ahora.

Ariadna se dio cuenta de lo que acababa de pasar y tomó conciencia repentinamente hasta de su nombre. Qué vergüenza. Qué bochorno. Apretó la flechita para regresar a la pantalla anterior en un estúpido y fallido intento por que todas sus mejores amigas le regresaran el mail sin haberlo leído, pero tuvo que aceptar que era demasiado tarde. Quiso reír de saberse tan patética, pero no pudo. Ya se estaba viendo a sí misma, explicándole a las diez tipas el por qué había escrito semejantes líneas en el cuerpo del mail siendo que apenas tenía cinco meses de casada.

Y todo por las brujas. Sintió un miedo que le puso chinita la piel de saberlo tan definitivamente real. Pinches brujas de mierda...

jueves, 1 de mayo de 2008

De cómo Mario Humberto visualizó el final de sus días como paciente psiquiátrico

Ese día, Mario Humberto, con su nombre de telenovela y todo lo que se había creído del mundo, decidió tirar a la basura su valor. Así, como si nada hubiese pasado, concibió el magnífico ideal de aceptar su suerte, de rendirse ante la evidencia que surgía hasta de entre el suelo y las piedras. Gotas engarzadas con suciedad de tierra vieja. Se sentía tan limpio de conciencia ante el augurio de los signos que él mismo se había inventado que ahora simplemente todo era cuestión de esperar. No más salir al encuentro de insólitos inicios para su siempre comenzante historia.

Mario Humberto nunca salía del origen. Tenía las agallas que nadie tenía para deshacerse de todo aquello que no fuera necesario para su evolución constante, pero por alguna razón que hasta hoy había dejado de empeñarse en buscar, siempre estaba en el principio. Siempre se daba cuenta de que su vida iba en la dirección equivocada y siempre decidía volver a empezar. Como la vez que se fue a vivir a Chicago sin más dinero que el que llevaba en sus bolsillos. O cuando tomó aquel tren que le llevó hasta Tierra del Fuego nada más tomando fotografías para hacerse de un sustento. Justo hacía dos segundos había estado recordando el interminante amorío en el que se vio envuelto debajo de sábanas rojas en una casa abandonada que nadie visitaba más que su amante, la del bolso perdido.

Mario Humberto era un experto en inventarse vidas nuevas, en creérselas y dominar cada parte de las elucubraciones que maquinaba. Era un experto del disfraz, un mendigo del amor y un traficante de ensueños confundidos con anhelos. No había podido aniquilarse, sin embargo, a sí mismo. Eternos desvaríos lo atormentaban. Episodios esquizofrénicos lo zarandeaban con visiones de su padre y su madre felices recorriendo todos los desiertos del planisferio menos el que él solo no podía llenar dentro de su propia casa.

Por eso fue que huyó. Sin dinero. Sin propiedades. Sin malicia. Sin herramientas. Sin cualquier cosa. Sin sueños y sin plan.

Pero hoy era un día diferente. Sería un amanecer completamente inédito. No sería el mismo día repetido de todos los días. Era uno donde él mismo decidiría de qué lado saldría el sol. Es más: por hoy el sol saldría desde arriba. Serían las doce del mediodía desde el amanecer. El sol simplemente se acercaría desde el punto más lejano del infinito convirtiéndose de estrella titilante a sol proveedor de vida y luminosidad. Mario Humberto se dio cuenta de que podía alterar el orden de las cosas con únicamente pensarlo. Necesitaba agua sobre su cuerpo para hacerlo realidad, pero ya se la agenciaría cuando pudiera desembarazarse de las ataduras que lo tenían tergiversado en diametrales nudos sobre esta mesa de cirugía. Malditos doctores, pensó. Me abrirán el cerebro para extirpar mis pensamientos y mis epifanías sin sueños y sin planes. Me quitarán mi habilidad de volar, de ser papelitos de colores que se mezclan con el viento, de morir en franca sintonía con la nada. ¿Por qué? Se preguntaba. ¿Por qué me quieren quitar todo esto que no he sido? ¿Por qué justamente hoy que he decidido valerme de mí mismo para residir en una casa con sentido humano propio? ¿Por qué me quieren forzar a hacer lo que ya decidí que voy a hacer?

Ese día, Mario Humberto, con su nombre de telenovela y sin volver a pensar en todas las cosas que él mismo ya no volvería a hacer, desechó sus talentos para ser feliz y simplemente se dejó llevar por un río que nunca había navegado pero que era el más cómodo arrullo que había escuchado en su vida. Era algo que lo devanaba en un mar de medianía. Malsana y envejecedora mediocridad.