viernes, 4 de enero de 2013

El hielo

Recuerdo, en este ámbito de realidad mundana y feliz, el tiempo mágico en que mi padre imaginario José Arcadio Buendía me llevó a conocer el hielo. En ese entonces, a mis quince o catorce años, pequeños mordiscos de 100 Años de Soledad ya se habían infiltrado en mi mente, sin siquiera yo saberlo, gracias a los libros de texto gratuitos de la SEP que habíamos llevado en la primaria. Casi creo que ni mis maestros sabían que los extractos más gráficos y memorables de nuestros libros de lecturas venían transcritos directamente de las andanzas de los José Arcadios y los Aurelianos. Así que mientras, siendo ya un adolescente leía yo a García Márquez, recordaba que la escena de los gitanos llevándose todo al vuelo con sus imanes enormes estaba ya impresa en mi cabeza desde hacía años, al igual que el momento de triunfal inspiración en que Remedios La Bella sale volando para perderse en el firmamento azul de Macondo.

Hago remembranza de todo esto por culpa de una película de la cual no recuerdo ni el nombre, no recuerdo ni el argumento y mucho menos a los actores. Lo que sí recuerdo, sin embargo, es una escena que tiene, si acaso, nimia repercusión en la trama, pero que ayuda a comprender el contexto: Dos chiquillos polvorientos corriendo llevando tras de sí pequeños artificios con ruedas, sobre los cuales llevan dos enormes bloques de hielo recién sacados de la fábrica. Es todo. No recuerdo qué pasa antes, ni que habría de pasar después, mas tengo claro en mi devanado neuronal que el tiempo en que la película estaba situada era más bien cercano a finales del siglo diecinueve o principios del siguiente, y -mucho más importante- que en ese entonces el hielo era una comodidad por la cual había que hacerse, dentro de los remansos de las familias norteamericanas, una logística de a pie para procurarla, es decir, había que mandar a los niños a la tienda por el hielo. Recordar que aún no había refrigeradores.

De repente, y sin encomio, caí en cuenta de que el hielo que los gitanos habían llevado a Macondo, para beneplácito de mi padre imaginario José Arcadio Buendía, era simple e ineludiblemente real. Una necesidad portentosa a la que todos tenemos acceso ahora sin siquiera escatimar, pues siempre está a pasos de distancia en nuestra propia cocina. La tienda gitana enarbolada mediante mágicos conjuros que deambulaban cual mariposas por entre los curiosos que pagaban por tocar el helado bloque de pronto se me convirtió en una carpa polvorienta y carente de gracia. Los gitanos, incluyendo a Melquiades, se tornaron en seres humanos comunes que impetuosamente mostraban artilugios y novedades únicamente para sobrevivir. Y ahí, tristemente entumido por el desencanto, en mi permanente ensoñación solté la mano inabordable y enorme de José Arcadio Buendía, volteé a mi alrededor para ver si alguien más compartía mi nueva percepción de la realidad, y al ver que todos seguían el ritmo de la novela, decidí salir del lugar sin más.

Y no es que ya no me guste 100 Años de Soledad, no. Lo sigo atesorando como uno de mis formadores primigenios dentro de mi muy particular cultura de la lectura. Simplemente el contexto mío, veinte años después, lo ha convertido en un universo completamente distinto. Ya no veo al fundador del clan de los Buendía como se vería a un ser mítico del calibre de los mismísimos minotauros, sino como a una persona, un ser humano como yo, con responsabilidades, con sabiduría y, al mismo tiempo, mucha ignorancia. De ahí su embeleso. De ahí su locura. Quizás de ahí mismo haya venido mi propia admiración hacia los personajes de la novela: De mi propia falta de experiencia a los quince años. Caramba, si ahora que recuerdo, hasta creo que yo veía a mi mismísimo abuelo Belarmino, con los mismos ojos encaramados, como a un ente alegórico e inalcanzable. No, no es que ya no me guste la novela. Son los personajes los que se han vuelto mucho más verdaderos, mucho más mundanos, más hermosos y merecedores de empatía. Ahora, el hielo que los cuatro conocimos ese día, y que años después el coronel tendría en remembranza al tiempo que los fusiles enemigos le apuntaban medrosamente para hacer justicia, se ha convertido en cuatro cosas distintas para mí. Hoy imagino al ladrillo helado, sucio y venerado, y no lo toco. Lo tocan ellos: Aureliano, José Arcadio hijo y el padre de ambos, y reaccionan. Y yo los observo a ellos, lleno de la comprensión que creían merecer y de la que realmente se merecían. Porque hoy me convertí, sin necesidad de volver a leer el libro, en un mejor lector.