viernes, 18 de noviembre de 2011

Sueño de muerte

Soñé que moría y que en derredor mío había sólo vacío. Ése que sólo se siente cuando tu corazón es roto las primeras veces. El que se siente cuando te confrontas con realidades que nunca creíste llegar a sentir. Maldito balanceo: Era como una combinación de celos, impotencia y otra vez celos.

Morí en un accidente de carros cuando iba manejando por la Prolongación Cuauhtémoc llegando al bordo que está atrás de San Isidro. Los culpables habían sobrevivido: tres cuasi adolescentes que me cerraron el paso desde arriba cuando el conductor perdió el control al frenar. El chavo no había visto el bordo enormísimo que estaba frente a él, o quizás ni siquiera sabía que ahí estaba. Lo que es un hecho es que estaban jugando a las carreras contra nadie, y yo prácticamente quedé prensado debajo del coche de ellos pues los muy idiotas venían tan resuelta y aligeradamente que su vehículo revoloteando entre corrientes cristalinas dio tres vuelcos completos sobre tres ejes invisibles hasta caer justo encima de mí.

Todo lo que vi por el parabrisas fueron los cuadrados faros apagados del TransAm cayendo sobre el cristal y eclipsando el sol de las tres de la tarde. Al principio, me pareció que escuchaba un frenazo a unos metros detrás de mí justo cuando había pasado el bordo, pero lo ignoré porque en mi mente apareció demasiado irreal, demasiado corto, prácticamente interrumpido como por un elevamiento: Simplemente imposible. Qué tan distraído vendría yo también, que en ningún momento había volteado a ver mi retrovisor. Eso es lo que pasa cuando uno está en sintonía con la vida, pensé desde fuera de mi cuerpo unos segundos después. Vas sumido en la rutina, de repente un ruido leve y, al voltear para arriba por algún reflejo sin fundamento, ves cayendo hacia ti la defensa y los focos apagados de un coche que meramente se derrumbó. Ya no escuché mi voz, pero la supe sonriente, esgrimiendo el triunfo de mi autocontrol sobre cualquier grito o manifestación de susto o desesperación: “están lloviendo carros”.

Mi muerte fue en asomos. Todos pequeñitos y sin lógica desde donde yo estaba. Todo en minúsculos ruidos. Nada suspendido en el tiempo. Sin espacios expandidos. Sin relatividad. Todo chiquito. Nimio. Al final, ni siquiera supe qué había pasado. Millonésimas de segundo en cada evento subsecuente: mis ojos se hicieron enormes de curiosidad y encanto al ver hacia arriba a través del vidrio frontal, pero después vino un sonido de golpe y una sensación de dolor en mi cabeza y pecho tan breves que ni siquiera llegaron a imperar en mi realidad. Nada parecido a como me había imaginado mi agonía final. “No mames,” pensé, “qué tristeza.” Siempre fui partidario del gozo del dolor. Toda mi vida me vi muriendo en la cama de un hospital, viejito –como mi abuelito Belarmino – enfermo, decadente, intrigante y desesperante, pero rodeado por mi familia, mis hijos, mis hermanos, mis nietos yéndome a cuidar tomando turnos y leyéndome historias para entretenerme. Siempre me imaginé muriendo siendo un factor de unión familiar hasta el final, ajustando cuentas pendientes con todos mis familiares y amigos, y con miedo en mi expresión por la amargura de mi último estertor. Y ahora resultó que fallecí a los treinta y cinco años, inmisericordemente rápido, sin siquiera darme cuenta, sin la compañía de mis seres queridos, sin ser padre, sin haber sido un buen hermano o un buen amigo, con una manifestación de fiesta en mi mente por la portentosa novedad de los carros que llovían, y con el epítome de la curiosidad manifestado en mi rostro que seguramente habría ido hasta mi ataúd si no hubiera sido mi gesto lo primero en ser desfigurado por el golpe. Con lo hermosos que son mis ojos.

Estoy en casa de mamá, abrazándola para que no sufra por mí. Estoy con mi esposa hermosa, que me reclama acurrucada en nuestra cama por haberme muerto sin que hayamos terminado nuestra misión juntos, otra vez. Estoy con mi hermana que me abraza llorando y no me suelta porque nuestro abrazo nunca fue suficiente. Estoy con el Rorro, mi hermanito, que se muere por que haya una expresión más palpable de nuestro afecto. Estoy con mis hermanos más grandes que platican y disertan conmigo para entender: quieren saber mi opinión porque la respetan, pero como siempre, mi voz real es mía nada más, y yo ya me fui con todo y mi discernimiento, mis proyectos, mis abrazos, mi cariño, mis palabras y mi amor.

Desperté con un ataque de ansiedad. No podía respirar. Tenía encima una sensación de haber sido aplastado hasta estar totalmente comprimido. Prensado. Insoluto. Como cuando tienes celos de alguien del pasado, y después quisieras cambiar todo y volver a la inocencia de tu infancia, pero te sobrecoge la impotencia porque ya nada se puede hacer y no te queda más que sentir celos otra vez. Vertiginosas imágenes de mis primeras zozobras sentimentales me atropellaron todas juntas. Pero, al fin pude mover mi cuello para saber que seguía rodeado de hermosos contextos, de complejidad, de entornos delicados y fuertes promesas. Y así, como cuando era niño y volvía de mis pesadillas, con lágrimas en flor lloré desconsoladamente porque había soñado que moría y en derredor mío había sólo vacío.


Este cuento fue publicado en la revista Acequias en la primavera del 2011, Torreón, Coahuila, MEXICO.


1 comentario:

Mariel dijo...

Siglos sin leerte y me has dejado fascinada como siempre, saludos mi Huge, y en efecto tiene Usted unos ojos bellos

Saludos a su esposita.

Abracitos